lunes, 4 de agosto de 2014

Una vida -real- de amor y guerra



Fotografía tomada en Pusan, durante la Guerra de Corea
... 2006

Cada mañana José Helí Rojas se levanta temprano con un tinto (café colombiano) que su esposa le lleva cariñosamente a la cama*. Enciende la radio en una de esas emisoras que parece sacada de un pasado remoto y escucha su música favorita, boleros y bambucos. Ciudadano colombiano, padre de ocho hijos y abuelo de catorce, lleva una vida tranquila entre las letras de los libros que él mismo escribe y el cariño de una numerosa familia a la que ha visto crecer a su lado.

Su comida favorita es, como él dice, “toda la que prepara mi mujer”. Quien lo conoce ahora, en la tranquilidad de su hogar y de su rutina de escritor, no alcanzaría a imaginarse que él ha sido “una persona muy arriesgada”, como lo describe Jenny, una de sus hijas. Arriesgó la vida en Corea y arriesgó su vida de nuevo por el amor de su vida, su esposa Beatriz.

José Helí creció en el área rural de Albán, un pequeño pueblo en el departamento de Cundinamarca, Colombia. Al igual que sus hermanos, alternó los estudios de primaria y bachillerato con las labores agrícolas que la finca de su padre demandaba.

Un ambiente familiar de mucha unión y visitas infaltables a misa marcaron su infancia. Como él asegura, “nos criábamos en un estado de religión inculcada por los padres, todo era ancestral, ellos se encargaron de infundirnos mucho temor, por el mismo respeto que había que tener hacia las normas de la religión”. Tanto influyó la religión en su vida que llegó a querer ser cura. La idea le duró poco, sólo hasta un día en que un sacerdote le dijo que no tenía vocación, por ser tan “fiestero” y burlón.

Desde niño amó la literatura, que se constituyó en una “inquietud en su vida”, como él mismo afirma. Escribió desde los 13 años. Se inspiraba especialmente en la naturaleza para escribir poemas, cuentos y novelas.

A los 17 años viajó solo a Bogotá a terminar el bachillerato. Allí mismo, ingresó a la Escuela de Sanidad Policarpa Salavarrieta, donde prestó el servicio militar y estudió enfermería, “de 150 aspirantes a ingresar sólo pasamos 82”, recuerda con orgullo. Como enfermero prestó su servicio en varios hospitales de Bogotá. Fue soldado del ejército y luego entró a conformar las filas de la nueva Policía Militar. Gracias a este trabajo logró ahorrar y comenzar a estudiar en la Escuela Nacional de Contaduría.

Después de haber terminado sus estudios, por un desafío de uno de sus compañeros de Sanidad: “va la madre pal que no se vaya pa’ Corea”, decidió presentarse para ir a la guerra junto con otros amigos. Todos entraron al Batallón Colombia, pero sólo viajaron dos. De esos dos sólo regresó él.

En el barco de ida a Corea se desempeñó como escritor para el periódico del barco. Escribía casi todos los días para publicar en este medio, dirigido principalmente al público puertorriqueño y colombiano.

Él recibió entrenamiento por un mes como soldado en Pusan. Comenzó como zapador, fue el momento de guerra en que más sufrió: “yo conocí realmente el miedo… al zapador en guerra lo llaman “el hombre de sacrificio” porque es el que va delante de la patrulla limpiando minas y trampas… uno va con un detector de minas, tratando de localizarlas para desactivarlas”. Pasó dos meses en esa labor en invierno, con misiones muy peligrosas. Después de una reestructuración del Batallón, se desempeñó como director de enfermeros.

La escena de guerra más dolorosa la recuerda él del 25 de enero de 1953. Con su tropa llegó en tanques M39 en ascenso hacia un cerro, recibiendo impactos de ametralladoras y morteros. Estuvo allí desde las 10:30 am hasta las 5:30 pm. Su misión como enfermero, después de haber tenido que correr de los proyectiles para salvar su vida, era curar heridos y agrupar muertos. Las imágenes más terribles de ese día eran las de los soldados heridos, había demasiados y en muy mal estado; algunos de ellos eran colombianos, otros eran puertorriqueños y estadounidenses. Se lamentaban de dolor, maldecían y pedían que fueran enviados saludos a sus familiares en caso de no sobrevivir.

En medio de la adversidad de la guerra, lo que más tranquilidad y fortalecimiento le proporcionaba eran las cartas que recibía del país. “Esa dicha de recibir una carta, era como recibir una visita”, de sus hermanos, de su mamá y de sus amigos.

A la izquierda, José Helí lee una de las cartas que le han enviado desde Colombia
En total, José Helí vivió 14 meses fuera de Colombia. En general, cuenta que en la guerra “son muchas las tristezas que se pueden tener… especialmente sentirse uno lejos de la casa […] viví muchos momentos de tristeza, de aburrimiento y hubo momentos en que me pesó haber ido, pero nadie me obligó, fui yo mismo por mi voluntad, quería conocer qué era la guerra, cómo era”. Él quería satisfacer la curiosidad que las descripciones radiales de su época hacían de la Segunda Guerra Mundial. Logró sobrevivir al intento, pero debió ver la muerte de muchos de sus compañeros. Ahora él siente que fue su fe en Dios lo que lo salvó de perecer en un país tan lejano.

Después de lo vivido se convirtió en autodidacta del psicoanálisis. Durante sus experiencias como director de enfermeros detectó patologías en los soldados que, según él, eran causadas por temor: “había ciertos estrabismos, parálisis en brazos, piernas… no tenían ninguna herida, no habían recibido ningún golpe, yo creía que tal vez era una cuestión mental… y de ahí nació mi interés en investigar en la psicología. […] Buscando entre autores, encontré un libro que trataba sobre las enfermedades psicosomáticas y fue ese libro el que me orientó, era de Gustav Jung”. A través del psicoanálisis él logró comprender diversos procesos que afectan la salud mental de las personas. Descubrió su pasión por el psicoanálisis, dedicándole 5 años al estudio de las escuelas freudiana, lacaniana, entre otras.

Recién llegado de Corea vio por primera vez a Beatriz. Él llegó a Sogamoso, Boyacá, a llevar la contabilidad de la siderúrgica Paz del Río. Un día en una calle vio “una monita con cola de caballo”** que le impactó. Quedó flechado. Como en las mejores historias de amor, todo coincidió para que ellos pudieran conocerse.

Más adelante, el padre de Beatriz pasó de ser amigo (mecanismo que el joven enamorado empleó para acercarse a ella) de José Helí a enemigo, por haberse involucrado con su hija. Hasta contrató detectives para que siguieran a la pareja. Por esto encontraron la forma de comunicarse en secreto a través de cartas en inglés.

Un 8 de enero se casaron a escondidas. Él le dijo un día, cuando ella tenía 17 y él 25 años, “nos casamos hoy o nunca” y así se escaparon junto a unos amigos cómplices hacia Tibasosa, Boyaca. Allí tuvo lugar la boda. Luego huyeron hacia Bogotá, pero allí dos detectives los llevaron presos debido a que el padre de Beatriz los había denunciado por rapto y fuga.

Finalmente, lograron salir gracias a la ayuda de un excompañero de José Helí, que se encontraba trabajando en el Servicio de Inteligencia Colombiano (SIC). Ahora lo sucedido es algo que les causa risa a él y a su esposa. Después de 51 años de casados, ella destaca “lo cariñosos que es aún conmigo y que siempre procura satisfacer mis deseos”. La violencia de la guerra no disminuyó la capacidad de José Helí de expresar afecto, es un padre, abuelo y esposo consentidor.

Beatriz y José Helí juntos en la actualidad
El año pasado (2005) publicó un libro en que narra sus experiencias en la guerra, titulado Después del Meridiano 180°. Su estilo se caracteriza por el uso de gran cantidad de recursos literarios, con un tono muy descriptivo. Escribió la novela ¿De qué lado estamos?, que está lista para ser publicada (2006). Actualmente está escribiendo otra novela, ¿Para dónde van?, en la que narra las problemáticas de pobreza, exclusión y desplazamiento forzado que se viven en Colombia; además hace una fuerte crítica al catolicismo.

Siempre se ha caracterizado por ser un buen padre y esposo; de acuerdo con Beatriz, “a pesar de las dificultades que hemos tenido, él siempre ha sido muy responsable con el hogar”. Trabajó muy duro para el mantenimiento de su familia que incluyó un total de ocho hijos y que ha crecido, hasta el día de hoy (2014), a casi una treintena de nietos. Actualmente vive de su pasión por la escritura y de su pensión como veterano de guerra, rodeado de lo que más lo hace feliz: la paz de su casa y la armonía con su esposa.

(Un paréntesis que no puedo dejar de añadir: esa maravillosa pareja de enamorados y guerreros son mis amados abuelitos. Soy feliz de pensar que de una u otra forma llevo conmigo ese espíritu aventurero y libre y la valentía y fortaleza de ese gran amor que ha superado la adversidad y más de 60 años de existencia. Con un amor así, ¿cómo no querer volver siempre a las raíces, al nido cálido que siempre está a la espera?).



* Para quienes conocen la cultura colombiana saben que una de las acciones más significativas de demostración de afecto en pareja o entre familiares es la preparación de un café para alguien a la mañana.

** ”Monita” en Colombia se le dice a las rubias y la “cola de caballo” hace referencia al peinado que llevaba la rubia.