... julio de 2013
Cuando las posibilidades se reducen, se es desterrado por las circunstancias y aún las piernas funcionan bien, sólo resta caminar. El camino siempre se extiende hacia otros, a veces es liberador, todo depende del plan de ruta. Así se encontraba Lucile a sus 26 años, partiendo de Évol, con una bolsa de tela color marrón y en ella todo lo que tenía en el mundo: algunas pequeñas prendas femeninas, dada su contextura delicada, unas monedas y un poco de comida y agua.
1834 o 1835, con precisión nadie en Évol recuerda qué año era cuando Lucile llegó sola con su bolsa, sencilla pero refinadamente vestida, sin conocer persona alguna y sin un pasado identificable por cualquiera de los pobladores. Llegó como un fantasma, como un ser de otro mundo que aparece de repente. A pesar de su indescifrable humanidad, fue muy bien recibida y se ganó fácilmente el cariño de hombres y mujeres. Cómo no hacerlo, su fina y agradable apariencia, sus maneras suaves y elegantes, su perfume sutil a flores de un lugar lejano y sus infaltables amabilidad y sonrisa eran el deleite de quienes no acostumbraban recibir visitas de desconocidos, es decir, de casi todos los habitantes de la región.
Era el día de la fiesta anual de la cosecha, toda la población se encontraba en las calles, puestos todos como figuritas preparadas para un gran escenario. Era gente más bien parca, discreta y un poco hipócrita, en especial con los visitantes, pero en ese momento del año su carácter usual se transformaba en uno jovial y festivo. Por suerte, Lucile llegó en ese contexto.
En medio de la algarabía, Carla, una mujer de 28 años, aprovechó para socializar y fue así que conoció a Lucile. Carla, viuda igual que su propia madre, tenía un hijo de 8 años. Él, Damian, era un chico pecoso y pelirrojo, un tanto regordete y poco agraciado, tenía a favor sus vivaces ojos celestes y su personalidad tranquila y amigable.
Carla vivía con su hijo, su madre y una criada en una modesta y cálida casa de clase media, muy cerca de la plaza central del pueblo. Su esposo había muerto de un mal extraño que se lo había llevado cuando el pequeño tenía apenas 2 años. Es así que su hogar estaba comandado sólo por mujeres un tanto rezanderas que, además de vivir del comercio de textiles, vivían para servir y cuidar al hombrecito de la casa. Por cierto, era el único de su género que allí ingresaba. En el luto por sus respectivos maridos fallecidos, las mujeres de aquel hogar habían jurado honrarlos hasta la muerte, como se acostumbraba por esos días, anulando su capacidad o instinto de sentir pasión por algún otro hombre de nuevo.
La empatía entre Lucile y Carla surgió sin esfuerzos, de tal manera que la viuda le ofreció en alquiler una de las habitaciones de su vivienda. No era algo que ella acostumbrara a hacer, pero la idea de tener una nueva amiga cerca y la confianza que le inspiraba fueron suficientes para hacer la propuesta. Lucile aceptó encantada y desde ese primer día en Évol se alojó allí pagando una suma justa por el espacio elegido.
Como era de esperarse, Lucile se integró sin problemas a la vida en la casa. Sabía del trabajo con textiles, ayudaba en los quehaceres y daba nueva vida al lugar con sus charlas acerca de las costumbres en otros pueblos por los que ella había pasado. No daba muchas explicaciones del por qué estaba por allí sola, considerando que a su edad no era normal su estado de soltera sin hijos y, más aún, sin planes de “cazar” algún hombre para convertirlo en su marido. Algunas mujeres envidiosas del pueblo aseguraban que ella era una especie de bruja o loca, pero el contacto que Lucile solía tener con la gente callaba rápidamente aquellos rumores sin fundamentos.
En la casa, Lucile poco hablaba con Damian, pues él allí solía ser callado y obediente a las indicaciones de su madre y de su abuela, como debe serlo un niño mimado; quizá tantas feromonas femeninas y las preocupaciones típicas de las señoras lo atolondraban un poco. Cuando Lucile no estaba ayudando en la cocina, se dedicaba a leer los libros de la biblioteca de la casa o a escribir en un pequeño cuaderno azul que la acompañaba. Nadie en el hogar sabía qué anotaba ni para qué, pero era una actividad que parecía darle calma y si por alguna razón no podía tomarse el tiempo que esperaba para escribir se tornaba tensa y preocupada. Era uno más de los misterios que, para los demás, la rodeaban.
Un día cualquiera, Lucile se encontraba leyendo en un pequeño salón de la casa, las demás mujeres habían salido y, además de ella, sólo estaba Damian jugando en algún lugar. Mientras pasaba una de las páginas tuvo la sensación de ser observada, no le dio mucha importancia, pues pensó que el chico pasaba por ahí o estaba por hacerle alguna broma. Pasaron algunos minutos y esta vez no sólo se sintió observada sino que además escuchó una exhalación algo pesada, dio un vistazo sobre su hombro derecho y se encontró con un tigre, un grande y hermoso tigre de mirada acechante.
Pero, ¿qué hacía un tigre allí? ¿cómo entró? ¿de dónde salió?
La única vez que Lucile había visto un animal así fue en su visita a un zoológico estatal hacía ya varios años en una importante ciudad. Sin embargo, éste era un tigre aún más imponente y de una mirada extraña pues resultaba desafiante y, a pesar de su corpulencia, no le inspiraba temor sino que la atraía. Y una cosa más: ella no sabía que los tigres también pueden tener ojos celestes como así los tenía aquél que estaba frente a ella.
Con pasos lentos y amenazantes que parecían calculados por un poder más allá de lo humano y de lo animal, el tigre se acercaba silenciosamente hacia Lucile. Por pura lógica de supervivencia ella retrocedió al ritmo del paso del animal. Bajo el influjo de su estado de alerta logró escapar al primer intento que hizo por atraparla; él tenía la inesperada precaución de no causarle daño a lo que en ese lugar y contexto parecía ser su presa.
Varios intentos hizo el felino por agarrarla sin causarle más daños que algunos empujones hasta que su paciencia terminó. De repente, se abalanzó sobre ella sosteniendo sus brazos con sus dos patas delanteras y mirándola fijamente. Su mirada atravesó hasta su más minúscula célula, produciendo en su cuerpo el estremecimiento de una descarga eléctrica. Lucile sintió terror de sí misma al descubrir que su mirada la seducía y la atrapaba más que la fuerza del animal que tenía encima, sintió placer al sentirse atrapada. Por un momento sintió que deseaba ser su presa, deseaba ser consumida por él.
El tigre trató de hacer algo mínimamente probable entre humanos y tigres, intentó poseerla, pero no como su presa, sino como lo hacen hombres y mujeres cuando se despojan de las barreras de sus prendas y juntan sus respectivas pieles e instintos.
Primera oportunidad, Lucile se niega. Segunda oportunidad, Lucile se suelta. Tercera oportunidad, el tigre ya no es más un animal, al menos no por completo, sino una mezcla entre un apuesto hombre –con los ojos y mirada del felino, cabello a la altura de los hombros y aproximadamente de la misma edad de Lucile- y un tigre.
Lucile es irresistiblemente seducida, no hay sentido común, no hay razonamientos, no hay explicaciones a lo que sucedía en el salón; ella sólo sentía el impulso por ceder a lo que la mirada del hombre-tigre la invitaba. Entonces, él la tomó con más fuerza, mientras ella no se oponía a que le diera vuelta a su cuerpo de frágil liebre y la devorara con las ansias de un hambriento y con la desesperación de un loco. Seguido el final del alboroto, el hombre-tigre se fue y la dejó allí sola, semidesnuda y feliz, ella sentía que se había enamorado de una fantasía que ni siquiera llevaba un nombre.
Después de un breve instante, cuando volvió la calma a su mente y pudo cuestionarse sobre lo que acababa de suceder, se vistió rápidamente y salió corriendo por la casa a buscar al tigre, o al hombre-tigre, él la había fascinado. Con el único que se encontró fue con el chico que jugaba en un pequeño patio interno. Se acercó ansiosa a Damian y le preguntó si había visto a alguien en la casa. En realidad, era lo que pretendía preguntarle, pero quedó muda al constatar el mismo color de ojos, con sus tonadas y señales, en los ojos del chico, sólo diferían en la forma de mirar: en frente tenía una transparente mirada de niño. No dijo nada, se sintió confundida, había tenido muchas emociones por el momento, dio media vuelta y se alejó.
La noche de Lucile transcurrió con un caos de preguntas en su cabeza y, a la vez, extrañando al hombre-tigre. Durante la madrugada, cuando por fin había logrado dormirse, su tan esperado amante irrumpió en su habitación. Verlo la seducía tanto que la hacía olvidarse de lo insólito y descabellado que era aquel encuentro, pero se sentía tan atraída, tan llena de vida y emoción que prefería dejarse llevar, olvidando todo lo aprendido y lo correcto que aún quedaba en ella.
Al principio, las noches se convirtieron en su escenario predilecto. Jamás hablaban, se miraban como en un estado hipnótico e irracional y se tocaban, disfrutando la calidez de cada roce. Con el tiempo, él empezó a buscarla en cualquier momento del día, en cualquier lugar de la casa y ella lo esperaba permanentemente, queriendo adivinar dónde y cuándo haría su aparición. La pasión inagotable no disminuía con el paso de los días, por el contrario, el lenguaje compartido de sus cuerpos los aferraba cada vez más.
Lucile se mostraba incansable. Todos estaban sorprendidos con el ímpetu y emoción con que ahora ella actuaba. No era perezosa pero el impulso que la movía en esos días era aún superior. Quería estar muy activa y participar de todo evento que surgía, hasta llegaba a parecerle a algunos un tanto metida. En la casa, las mujeres sospechaban de un romance, pero jamás hubiesen imaginado que el objeto de su amor y alegría era alguien tan poco creíble como un tigre que aparecía sin ser llamado en los rincones de su propia casa.
Ideas dispersas comenzaron a dar vueltas en la cabeza de Lucile, una era querer saber cómo el hombre-tigre sabía cuándo no estaban las mujeres en casa o cuándo estaban todos dormidos para aparecer de la nada. Necesitaba saber dónde vivía y a dónde iba después de estar con ella. Decidió que lo seguiría cuando partiera del próximo lugar en el que la sorprendiera.
Esa tarde, él llegó a la cocina, como en otras ocasiones. Se miraron, se besaron y sonrieron juntos. Después de fundirse en el abrazo esperado, él volvió a besarla con sus hermosos y suaves labios de humano, le dio una de esas miradas celestes que la paralizaban a la vez que aceleraban su corazón y su respiración y salió. Apenas con un camisón y con mucha cautela ella fue tras él, viendo cómo poco a poco perdía su apariencia humana y se hacía más tigre. De su figura esbelta de piel clara emergían rápidamente el pelaje felino, las uñas filosas y la posición de un cuadrúpedo.
Lucile continuó su persecución viendo que el tigre se dirigía hacia la habitación de Carla. Por un instante temió que ella hubiese regresado, después se tranquilizó al recordar que junto a la puerta principal de la casa no estaba colgado su abrigo, señal de que ella continuaba afuera.
El tigre entró, ella se asomó con cuidado de no ser descubierta a través del marco de la puerta y allí estaba Damian. Solo. Lo miró extrañada y más grande fue su sorpresa cuando en el rostro redondo y pecoso del chico vio la mirada de otro, otro mucho más cercano a un tigre que a un humano; descubrió que era la misma mirada de su amado. En un mínimo espacio de tiempo, como la última flama de una vela que se extingue, desapareció la sensualidad de ese par de ojos para adoptar el brillo infantil que siempre estaba en los ojos de Damian. Lucile pudo apenas acertar a preguntar: “¿Qué has estado haciendo todo este tiempo aquí solo?”
Damian le respondió: “Lo que puedes ver, Lucile, he estado jugando bajo la cama de mamá, que es más alta que la mía”.
Ella corrió a su habitación, se encontraba perpleja, no podía ser cierto todo lo que le ocurría; pero cómo no serlo, si nada de su historia, desde que entró un animal salvaje a su casa y a su vida, era normal. ¿Cómo concebir siquiera posible en un sueño que el tigre, el hombre y el chico fuesen el mismo ser?. Cómo aceptar que el hombre-tigre del que ella estaba profundamente enamorada era también ese mismo pequeño que ella veía como un sobrino. Entendió que debía partir. Había asumido un alto riesgo al enamorarse de un tigre pero todo lo que ahora tenía en frente era demasiado.
Tomó sus pertenencias, dejó el dinero del alquiler sobre la mesa de noche de Carla y se retiró.
Cuando estaba bajando las escaleras de la entrada llegaron las mujeres de la casa. Carla se sobresaltó y la cuestionó por dejar solo al niño en casa. Cuando ella intentó contestar cualquier cosa, la abuela, notando la bosa de tela que Lucile llevaba en su espalda, le preguntó a dónde pensaba ir y por qué se iba sin despedirse.
Lucile, con el corazón y la mente vueltos una parra frutada, pensó un momento cómo sortear el hecho de dar alguna explicación sin que pareciera grotesca o sin ser tomada por loca, así que contestó: “tengo algo de prisa. No había querido decir nada, pero estoy muy enamorada de… un tigre, perdón, de un hombre que tiene un tigre y que vive en el bosque que está después del puente. Así que voy a buscarlo para vivir con él”. Todas sonrieron y felicitaron la suerte de Lucile, restando importancia a su acto de escape de la casa, no sin que antes la abuela interviniera para decirle “querida, ten cuidado, recuerda que estarán en pecado mientras no contraigan nupcias, y ¡más vale que estemos invitadas!”.
“Por supuesto”, respondió Lucile y apresuró la despedida para poder irse.
Unos metros después les dijo: “¡un saludo para Damian!”.
Cuando las posibilidades se reducen, se es desterrado por las circunstancias y aún las piernas funcionan bien, sólo resta caminar. El camino siempre se extiende hacia otros, a veces es liberador, todo depende del plan de ruta. Así se encontraba Lucile a sus 26 años, partiendo de Évol, con el corazón roto y la cordura cuestionada, con una bolsa de tela color marrón y en ella todo lo que tenía en el mundo: algunas pequeñas prendas femeninas, dada su contextura delicada, unas monedas y un poco de comida y agua.