... marzo de 2016
La fuerte semilla a la espera de germinar. Ni todos los
fuegos ni todos los vientos pudieron debilitar su poder de vivir. Hasta ahora
no habían sido suficientes el agua, la intención de quienes la sembraron, el
calor del sol, ni los nutrientes de las varias tierras que la habían resguardado.
La semilla sintió alguna vez que estaba muerta, hasta que
descubría una y otra vez que el hecho de sentir ya era señal de su existencia
vital. Esos eran eventos de racionalidad graciosa, no era fácil para la semilla
pues no contaba con evidencia, sólo intentos fallidos que acaso resquebrajaban
alguna de las pequeñas capas superiores de su corteza brillante.
Ya llevaba sus décadas a cuestas y el viento parecía no
arrastrarla al lugar adecuado para crecer por fin. Un par de veces sintió
ahogarse y morir en fuentes de aguas profundas, enceguecida, paralizada, sin esperanzas,
pero fuerzas que nuca pudo explicarse se encargaron de lanzarla a flote y de
secar su superficie a punto de pudrirse.
Con el tiempo, con tanto viaje y experiencias, su color y textura cambiaron un poco: no por ello menos bella, no por ello menos fuerte. Parecía que cada caída o cada nuevo viento la fortalecían. Más curiosidad generaba en aquellos quienes al no verla germinar la rechazaron lanzándola incontables veces, ¿qué podría, finalmente, germinar de ella?
Con el tiempo, con tanto viaje y experiencias, su color y textura cambiaron un poco: no por ello menos bella, no por ello menos fuerte. Parecía que cada caída o cada nuevo viento la fortalecían. Más curiosidad generaba en aquellos quienes al no verla germinar la rechazaron lanzándola incontables veces, ¿qué podría, finalmente, germinar de ella?
Un día cualquiera la semilla fue a parar, gracias a las curiosidades
digestivas de un ave pequeña, al borde de las raíces de un gran árbol de
chicalá, un nativo más de esas tierras dulces. Su sombra amarilla cobijó su
caída y al mismo tiempo su incertidumbre ante el nuevo lugar desconocido. Con el paso de los
días se sintió extraña, le dolía la panza, le salieron alas que no eran alas, sentía su pequeño cuerpo de semilla cada vez más pesado, también cada vez
más cómodo en aquel lugar. Su corteza fuerte se agrietó, quedando apenas trozos
que colgaban de sus nuevas extremidades. A pesar de las evidencias, a pesar de
la pérdida de expectativas frente a su germinación, el milagro estaba
sucediendo. La semilla recibió por fin lo que precisaba para darse a la tarea
de crecer y de vivir, de dar frutos y resguardo.
Nunca se está del todo inerte, nunca se está del todo
muerto y ello aplica también para las emociones. No todo está perdido donde hay lugar para las fuerzas de la vida y del
amor.
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