martes, 28 de abril de 2015

Días de Spleen

... abril de 2015

Es aterrador lo oscuro que puede llegar a ser el reflejo del ego de una persona, lo hiriente, dañino y doloroso… sus reacciones y respuestas de ataque son difíciles de llegar a predecir y olvidar por mucho que uno así lo desee.

Esa parte brillante y divina que llevamos todos dentro es capaz de perdonar aún aquellos ataques más atroces, pero, también tenemos una mente terca que trae recuerdos sin que así nosotros lo pidamos. Si bien éstos, en ocasiones, pueden ser imágenes y sensaciones de tiempos mejores caen en la inevitable situación de transformarse en emociones de dolor. ¿Por qué es así cómo funciona? No tengo idea. Tal vez la verdad sea que nos duele más aquello que ha sido bien querido y que nos ha respondido mal. Tal vez sea que a causa de los golpes nos cuesta volver a querer con espontaneidad o naturalidad como ya antes lo hemos hecho. Tal vez, después de tantos tropiezos de nuestro propio ego con egos ajenos aún más grandes simplemente optamos por evadir la posibilidad de un acercamiento sentimental con otros seres, quizá porque nos hemos cansado (la desilusión de insistir en la existencia de utopías), quizá porque no queremos repetir las mismas maneras de tropezarnos (como resultado de los aprendizajes) o, quizá,  simplemente, porque ya hemos perdido la capacidad de creer.

Son tantas la probabilidades, los “tal vez” y los “quizá”, y es tan ambiguo el lenguaje… lo cierto es que ¡es tan ambigua la humanidad misma!. ¿Cómo puede ser posible tanta oscuridad proveniente de seres capaces de tanta luz? ¿Cómo puede el ego humano ser capaz de aplastar tantas posibilidades de creación de belleza… tantas posibilidades de armonizar las diferencias y convivir en relaciones de iguales en las que domine el amor? Es algo que no logro comprender y mucho menos aceptar.

Una parte de mí guarda una pequeña pero aún viva esperanza en que es posible vivir y compartir abiertamente y sin reservas, en que no tengo que cuidarme de cada nueva persona que se acerca a mí con “buenas intenciones”, en que puedo profundizar y entregarme a las relaciones sin temor a salir desilusionada, en que mi ego (al saber que no hay muchas alternativas) no terminará usando a otros de manera trivial para autosatisfacer su propio vacío ni para intentar devolver las piedras que ya ha recibido.

No soy lo que llaman “una perita en dulce”, nadie lo es y eso lo tengo muy claro a estas alturas del camino. Sólo estoy un tanto agotada de los caballos desbocados que pretenden ataviarse arrastrándome sobre sus crines, tengo expectativas más amables sobre mi propio recorrido. Estas emociones me recuerdan un poco el famoso spleen, sí, puede ser que siento un gran hastío por la superficialidad, por la tan común falsedad con bello rostro, por la inundación de egos y materialismo por doquier, por la dificultad que encuentro en romper el falso cristal que nos separa, por sentir que la mayoría del tiempo los humanos nos esforzamos más por exponer una máscara correspondiente con las expectativas sociales que por sacar a flote lo más radiante de nuestras almas que adoran jugar y dar amor.


Sé que no es imposible, aunque es probable que sí sea muy difícil: somos el resultado de toda una estructura cultural individualista, ególatra y banal. Un poco somos los desechos postergados de la Ilustración, los efectos colaterales de la acumulación de capital… los abanderados del sinsentido. ¿Qué le vamos a hacer? El rescate y potenciación de lo humano (instintivo, natural, intuitivo y creativo) que aún nos queda es una necesidad inminente, ¿quién, como yo, se le mide?.

miércoles, 1 de abril de 2015

Entre Tangos



… abril de 2015

Bajo una noche de tonadas graves y melancólicas, en esa ciudad con un puerto de plata, el compás del dos por cuatro empezó a escucharse. El inicial punto de encuentro elegido fue un gran salón que acogía y latía con buen ritmo cada noche; una analogía de ese gran corazón que pendía de su techo a pesar del paso del tiempo y del roce continuo de los cuerpos, los tacos y las notas que visitaban su espacio casi fabulesco.

En medio de una tímida llovizna, llegó ella allí con las flores prometidas. Sería la mujer con las flores que el hombre de camisa violeta (el color favorito de ella) debía hallar entre una no tan masiva multitud de bailarines. No fue difícil el encuentro, se reconocieron y sus sonrisas brillaron de inmediato. Ya la ciudad estaba muy acostumbrada a estos encuentros entre dos que bajo la excusa del Tango atinan, con suerte o no, a conocerse y compartirse. Todos siempre viven tan solos en la ciudad, la ilusión del abrazo transforma la realidad de muchos en apreciados momentos de seducción, juego y cercanía, una aproximación pícara y emocional que evapora la soledad en instantes definidos por cada canción que se deja danzar.


Al principio, mientras la música los atravesaba, ambos se escucharon mutuamente, o al menos eso simularon, como una especie de exploración previa a la entrega al baile. Por fin se arriesgaron y saltaron de la mano a la pista, se abrazaron y su calidez humana y divina se fundió en una sola llama viva. Los dos allí al igual que las otras parejas en escena: múltiples historias entremezclándose en una misma pista, como una especie de paradójica unidad segmentada de edades, cuerpos y pisadas. Dos latitudes hasta ahora lejanas necesitando abrazarse en el baile sagrado de la vida.

Terminado el primer tema, entre risas nerviosas ella le preguntó a él sobre qué hablaban las parejas en ese breve espacio en que muere una canción para dar lugar al nacimiento de otra. Hicieron entonces un buen intento por construir una respuesta a uno de esos interrogantes que no la tienen porque quizá simplemente no la precisan. Sucedía que a ella le inquietaba lo corto que era el espacio de tiempo como para iniciar una conversación o un tema nuevo que quedaría inconcluso e inconexo para ser continuado en la próxima pausa, a la vez que era eterno como para guardar silencio. En general, esos espacios le ocasionaban incomodidad a ella, después de confesárselo, sin saber por qué, no resultó nunca más un momento incómodo, especialmente en los tangos sucesivos que compartió con él.

Desde “La Isla de Capri” hasta “En esta tarde gris”, uno a uno cada Tango se percibía y se dejaba llevar mejor que el anterior. El abrazo se iba sintiendo más confortable y conector. Cada compás despertaba aún más la sensación de cercanía, aunque tuviesen tan poco conocimiento el uno del otro. Este último, a pesar de la curiosidad mutua, era un asunto sobre el que ninguno de los dos tenía prisa alguna. Todo indicaba un efecto natural de comprensión recíproca, desinteresada y rítmica que fluía sin esfuerzos entre la musicalidad de un Tango y otro.

La simpatía y coherencia que su propia cercanía hizo evidente los embriagó por completo, acabando con todas las posibles distancias, etiquetas y temores que podían llegar a existir entre ellos. Al repiquetear de la cuerda del bailarín gaucho en escena, entre miradas y roces confusos, nació el primero de muchos e interminables besos de la joven dupla. Es así que, entregados a la energía del Tango, la pareja de bailarines que esa noche decidió bailar poco cedió a la fuerza de atracción de sus propios abrazos y partió temprano del salón.

Los pocos temas bailados no significaron un fracaso esa noche. Todo lo contrario, fue un acierto del Tango el haberles dado una razón para encontrarse, la chispa debía encenderse aunque el tiempo que quedaba para los dos fuese breve. Estaba en ellos seguir buscando razones para volver a abrazarse e inventar bailes juntos. Era el inicio de una lucha compartida contra el insatisfecho tiempo para que éste no diese un pronto final a la chispa encendida esa noche en aquél salón. Eventos mágicos como este encuentro, así como algunas distancias, historias y letras pendientes por ser escritas, merecen trascender y sobrevivir al tiempo como un buen Tango.